En Kibera, Nairobi, la educación no está al alcance de todas las personas. El alto nivel de desempleo y la pobreza a menudo provocan que las adolescentes abandonen la escuela temprano. Chicas como Mercy, de 26 años, quien no tuvo la oportunidad de terminar la escuela secundaria. Ahora está decidida a asegurar el futuro de sus dos hijas.
Crecer en Kibera no es fácil. Es uno de los barrios más pobres de la capital de Kenia, Nairobi, las familias viven en cabañas deterioradas y estrechas, con techos de láminas oxidadas, rodeadas de basura y charcos de agua estancada. Cuando el sol está en su punto más alto, los niños y niñas buscan sombra bajo techos de lámina y, cuando llueve, los callejones se llenan de barro.
Aquí es donde Mercy creció. Siempre soñó con terminar sus estudios para poder encontrar un buen trabajo y escapar de una vida de pobreza, pero sus padres no tenían recursos suficientes para enviar a sus diez hijos a la escuela.
“Ni mi madre ni mi padre ganaban mucho dinero. Pero mi madre logró juntar suficiente dinero para que yo pudiera ir a la escuela secundaria lavando ropa para otros”, cuenta Mercy.
En la escuela, Mercy jugaba en el equipo de fútbol, pero cuando tuvo problemas con su entrenador, quien la acusó de robar, se vio obligada a abandonar.
“Todo fue una mentira, nunca robé nada. El entrenador dijo que tenía que pagar un año extra de matrícula para poder continuar, así que tuve que dejar esa escuela y empezar en otra. Mi mamá me dijo: ‘Haz lo mejor en la escuela y yo intentaré pagar’. Pero era difícil porque también teníamos que comer y mis hermanos también tenían que ir a la escuela”.
Con el paso de los años, Mercy tuvo que abandonar la escuela varias veces porque su madre no podía pagar las cuotas escolares. Luego, cuando Mercy se quedó embarazada, dejó los estudios por completo.
“No tenía tiempo para leer y estudiar”, explica.
A los 19 años, Mercy dio a luz a su hija Halima. En su nueva faceta como madre, tenía una misión: asegurar la educación de su hija.
Actualmente, Mercy sobrevive con el dinero que consigue gracias a su trabajo en una organización local que se enfoca en asegurar el futuro de niñas y mujeres jóvenes.
“En Kibera, muchas niñas no van a la escuela. Hablo con ellas y comparto mi propia historia. Lo que más me enorgullece es haberles dado confianza. La mayoría de ellas me llaman maestra”, dice Mercy mientras sonríe.
Según Mercy, la educación lo es todo. Por eso, su tarea más importante ahora es ahorrar dinero para que sus dos hijas puedan ir a la escuela cuando llegue el momento. Halima, que tiene siete años, ya está en la escuela. “La mayor parte del dinero que gano se destina a su educación”. Su hija menor, Ramla, tiene cinco meses.
“Ahora que soy adulta, me siento fuerte. Sé que puedo hacer todo lo que me proponga. Puedo trabajar, recibir un salario y asegurar el futuro de mis hijas”, dice Mercy.