De niña, Asiya* solo soñaba con aprender a leer y escribir. A los nueve años, su anhelo era sencillo: “Si sé leer, podré llegar a ser alguien”, recuerda. Sin embargo, una visita al pueblo de su abuela cambió toda la trayectoria de su vida.

Llegaron de noche, sin previo aviso. El silencio se rompió con disparos y caos. “No pudimos huir”, cuenta Asiya. “A quien intentaba escapar le disparaban y moría en el acto.”
El lugar que antes sentía como seguro se convirtió, de la noche a la mañana, en un campo de batalla. En el noreste de Nigeria, historias como la suya son, por desgracia, habituales. Desde 2009, el conflicto ha desplazado a más de 2,3 millones de personas, separando familias y obligando a niñas y niños como Asiya a vivir vidas que nunca eligieron.
Asiya y su abuela fueron secuestradas por hombres armados. Aquel fue el último momento en el que vio el mundo que conocía. Días después, su abuela fue liberada: “Demasiado mayor”, dijeron los rebeldes. Pero Asiya, una niña llena de vida, fue retenida.
La noticia destrozó a su padre. Siguió todas las pistas posibles, persiguió cualquier rumor sobre rebeldes en la zona. Pero nunca encontró señales de ella.
Asiya pasó ocho años en cautiverio. Durante este tiempo, fue obligada a casarse con uno de sus captores, un hombre llamado Abdul*. Cuando se quedó embarazada, algo cambió en él. Si fue culpa o afecto, nunca lo sabrá, pero hizo lo impensable: la dejó en libertad.
Con seis meses de embarazo, Asiya caminó día y noche entre la densa maleza junto a Abdul durante dos jornadas, sin comida ni agua. Solo tenía miedo y la voluntad de sobrevivir: “Estaba muy cansada y hambrienta, pero seguí caminando”, recuerda.
Abdul se detuvo antes de llegar a un puesto de control militar. Si le detenían, lo matarían y si los rebeldes lo encontraban tras haberla ayudado a huir, también. Ella le rogó que la acompañara, pero él se negó. Así que continuó sola.
En el control, los soldados la llevaron a un campamento en Maiduguri, en el estado de Borno. Estaba a salvo, pero desorientada. Su padre nunca había dejado de visitar el campamento, con la esperanza de recibir noticias. Y ese día, en una feliz coincidencia, volvió para buscarla y se reencontraron. “Estaba tan feliz”, dice Asiya. “Con mi familia, me sentí segura.”
Sin embargo, la alegría duró poco. Su familia vivía en una situación de pobreza extrema y, aunque estaba en un estado avanzado de embarazo, muchas veces pasaba hambre. A veces solo había una comida al día para compartir y otros, nada. Tras el nacimiento de su hijo, el hambre se hizo aún más intensa.
Entonces llegó un rayo de esperanza. A través de la esposa del Magaji, el líder comunitario, la madre de Asiya supo de la existencia del Grupo de Apoyo de Mujer a Mujer de Plan International, un espacio donde las mujeres aprenden a cuidarse y a cuidar de sus hijas e hijos.
Ese contacto lo cambió todo para Asiya. Después de que el personal de Plan International le realizara una revisión, detectaron que su bebé sufría desnutrición grave. El perímetro braquial del brazo del niño medía apenas 9 cm , por lo que fue derivado de inmediato a un centro de estabilización. Permaneció allí tres días y después siguió con ocho semanas de atención ambulatoria. Poco a poco, con cada sobre de alimento terapéutico que tomó, empezó a recuperarse.
Además, Asiya recibió apoyo económico mensual de ₦40.000 durante seis meses, suficiente para asegurar la compra de comida y medicinas, y para recuperar la tranquilidad. “Ahora me siento independiente”, afirma. “Puedo alimentar a mi hijo e incluso ahorrar un poco. Ya no paso hambre.”
Pero no solo necesitaba alimentos. Su mente, frágil tras haber sufrido años de trauma, también necesitaba cuidados. El equipo de protección de Plan International le ofreció apoyo psicosocial. “Antes sentía miedo. Pensaba que volverían a por mí”, confiesa. “Me sentía perdida, como si me faltara algo. Ahora me siento completa.”
Aún tiene sueños, aunque distintos a los de la infancia. A los 20 años, Asiya cree que quizá la educación formal ya no esté a su alcance, pero no se rinde. Con la estabilidad que le ha dado el apoyo económico mensual de Plan International, está aprendiendo un oficio y quiere convertirse en costurera para poder ofrecer un futuro mejor a ella y a su hijo.
Asiya es una de las muchas jóvenes beneficiarias del proyecto Provisión de Servicios Básicos Multisectoriales para Adolescentes y Jóvenes en la Región del Lago Chad, financiado por el Ministerio Federal de Asuntos Exteriores de Alemania (GFFO) para apoyar a adolescentes y jóvenes desplazados por la insurgencia. Su historia no es solo un testimonio de supervivencia; demuestra lo que es posible cuando el apoyo y la resiliencia se unen.
*Todos los nombres han sido modificados para proteger la identidad de las personas.


