En el Día del Niño Africano, Plan International recoge tres historias de niños y niñas de Sierra Leona, Zimbabue y Burundi. Supervivientes del ébola, afectados por el fenómeno El Niño y refugiados que escapan de conflictos relatan sus miedos y esperanzas de un futuro mejor.
Sobrevivir al ébola
Michael, de 14 años, es vecino de Moyamba, en el corazón de Sierra Leona. Es uno de los supervivientes de la epidemia de ébola que asoló al país los últimos dos años y, a pesar de estar recuperado, sufre los estigmas y prejuicios de otros miembros de la comunidad, que temen o desprecian a los supervivientes de la enfermedad.
“En septiembre de 2014 enfermé y fui ingresado en el centro de tratamiento del ébola. Me cuidaron y cuando mejoré me dieron el alta. Cuando regresé a casa, me hice la promesa de que algún día me convertiría en médico. Quería ayudar a los enfermos, sobre todo a los niños que pueden morir a causa de enfermedades tratables.
Muchos de mis familiares murieron a causa del virus del ébola: 26 en total, incluyendo a mi padre, mi madre, hermanos, hermanas, mis abuelos, mi tío, mi sobrino…
Cuando reabrieron la escuela, el primer día de clase nadie me hablaba. Estaba muy solo. Al día siguiente, al llegar a casa le dije a mi tía que no quería volver nunca más a la escuela. Ella habló conmigo, me dijo que hiciera mi trabajo y siguiera estudiando.
Plan International impartió talleres de sensibilización sobre el ébola y después de entender mejor la enfermedad mis amigos y conocidos volvieron a hablarme de nuevo. Ahora me siento mejor. Me consideran un héroe por haber sobrevivido a la enfermedad”.
Sequía y escasez por el fenómeno El Niño
Beauty, de 13 años, reside en la provincia de Masvingo, Zimbabue, y está sufriendo las duras consecuencias de El Niño. Se sienta en la última fila de la clase, está pálida y sus ojos rojos miran a todas partes: intenta no quedarse dormida. No hay comida y el aula es una imagen borrosa de niños y niñas hambrientos y con sueño.
Beauty es huérfana y tiene tres hermanos menores. Viven con su abuela, pero Beauty se encarga de las tareas. Se levanta todos los días a las cuatro de la mañana, recoge agua y muele el maíz seco con un palo antes de caminar bajo el sol abrasador los 18 kilómetros que separan el colegio de su casa. Para Beauty los días son largos y difíciles.
“El largo camino hasta el colegio me hace perder la esperanza”, cuenta Beauty. “A veces me duelen los huesos. Otras, no me puedo levantar para ir a clase porque el cuerpo me falla. La situación se vuelve cada vez peor porque mi abuela no puede pagar las tasas escolares. El dinero que tenemos es para comida”.
“La situación solo empeora. Los niños y niñas caminan unos seis kilómetros cada día para venir al colegio. Los que siguen viniendo son incapaces de concentrarse porque tienen hambre. Muchos padres ya no pueden pagar las tasas escolares de 50 dólares al trimestre porque necesitan ese dinero para comer. Los niños y niñas son los que están sufriendo las consecuencias”, explica Checkson Tsumele, director de la escuela secundaria de Chingele, en la provincia de Masvingo.
Refugiado en Ruanda por un futuro mejor
Ezekiel se levanta cada mañana con esperanza. Después busca pequeños trabajos para conseguir algo de dinero cada día. Es huérfano, perdió a sus padres cuando tenía nueve años y vivió con su abuela hasta que murió. Después, un grupo de monjas de Burundi le acogió.
Cuando comenzó la inestabilidad y estalló el conflicto político en el país, todos sentían miedo e incertidumbre. Se decía que había personas secuestradas, asesinadas y nadie se sentía seguro. Un día, un hombre que vivía en esta comunidad le contó que las monjas estaban huyendo y que iba a quedarse solo en el edificio. Preocupado por su vida y su futuro, Ezekiel seguió a sus vecinos y emprendió el largo camino a pie hasta la frontera con la vecina Ruanda.
Consiguió llegar al centro de tránsito de Bugesera y después de tres semanas fue registrado como menor de edad no acompañado y enviado al campo de refugiados de Mahama. La historia de Ezekiel es una de las miles de niños y niñas no acompañados que llegan cada día a este campo de refugiados, situado a unos doscientos kilómetros de Kigali, la capital.
En el campo, un grupo de niños juega. “Estoy contento de ir al colegio”, dice Eric, de 15 años. “También me da tiempo a jugar con mis amigos. Tenemos un parque de juego aquí y puedo jugar al fútbol con ellos”.
Plan International Ruanda trabaja en alianza con otras organizaciones en el campo para poner en marcha espacios amigos de la infancia en los que los niños y niñas pueden relacionarse, jugar y divertirse. La organización también ha formado a trabajadores sociales comunitarios que trabajan con los niños y niñas para asegurarse de que asisten a la escuela y que sus necesidades básicas están cubiertas.