Cuando callan las armas: el significado de la paz para la infancia en Gaza

El director humanitario global de Plan International, el doctor Unni Krishnan, reflexiona sobre el alto el fuego tras dos años de violencia, hambre y sufrimiento para los niños y niñas de Gaza:

Cuando —o si— las armas callan, los niños y las niñas de Gaza oirán algo que han perdido: el sonido del silencio.

Por primera vez, muchos se dormirán sin el rugido ensordecedor de los misiles, el eco de las explosiones, el zumbido incesante de los drones o los gritos constantes de terror de los niños y las niñas. Los gritos y pesadillas que antes llenaban las noches de ansiedad podrían desvanecerse, reemplazados —quizás— por el silencio desconocido para muchos de la seguridad y el sueño.

No hay ganadores en las guerras. Me he dado cuenta de esto en los rostros de niños, niñas y madres en zonas de conflicto —en Gaza, Irak, Afganistán, Ucrania y más allá—. Ninguna palabra puede captar la esencia de lo que las brutales guerras dejan atrás. Las vidas y los paisajes cambian para siempre.

Aproximadamente 20.000 niños y niñas se cuentan entre los 67.000 palestinos asesinados en Gaza según cifras oficiales desde octubre de 2023. También murieron 1.200 personas en Israel. Los niños y las niñas nunca inician las guerras, pero son quienes más las sufren. Cientos han quedado sepultados bajo toneladas de escombros donde antes había hogares, colegios y hospitales. Miles más han resultado heridos, huérfanos o perdidos en las sombras del trauma emocional. Aquí, la paz debe viajar en una sola dirección: hacia las vidas de cada niño y cada niña.

El silencio, en Gaza, no sería vacío; sería el sonido de la supervivencia, de la vida que se atreve a regresar. Podría marcar el inicio de una nueva esperanza para los niños y las niñas: comenzar a soñar con un día en que puedan tener una nueva mochila para el colegio, un balón, un patio de juegos y volar una cometa en un cielo libre del rugido de los aviones de combate.

El miedo podría dar paso a verdaderas canciones —cantadas por madres que ya no tienen que susurrar ni llorar en la oscuridad—. Muchas de ellas han visto morir o amputar a sus hijos e hijas. Para estos niños, niñas y sus madres, la paz es un nuevo momento, un nuevo comienzo. Llevan consigo los recuerdos dolorosos del pasado mientras avanzan. La paz es la libertad de despertar y encontrar sus casas o escuelas —o lo que quede donde antes estuvieron— aún en su imaginación. Es la alegría de escuchar risas en lugar de sirenas y ambulancias a toda velocidad.

Ningún niño ni niña debería formar parte de una guerra —nunca—. Y la verdadera paz no es solo el silencio de las armas. Es el punto de partida para sanar las heridas que dejan las balas y las bombas. Es reconstruir aulas donde la risa reemplace el sonido de los escombros que caen. Es ayudar a la infancia a desaprender el miedo —y a pensar en celebraciones, no en la muerte—.

Las familias podrían reconstruir sus mañanas con el simple acto de preparar té y respirar libremente sin miedo —pequeños momentos que adquieren un inmenso significado cuando la paz ha estado ausente por tanto tiempo—.

La paz no se define solo por la ausencia de guerras ni es una pausa entre dos guerras. En Gaza, varias generaciones de niños y niñas han vivido guerras o conflictos seis veces: en 2006, 2008, 2012, 2014, 2021 y otra vez desde octubre de 2023 hasta hoy. Hay un límite a lo que las mentes jóvenes pueden soportar. He visto de primera mano la inexplicable brutalidad de la guerra y el impacto de las armas, las explosiones y las quemaduras en los niños y las niñas de Gaza y otras zonas en misiones humanitarias. También he sido testigo de la determinación de la infancia de Gaza por vencer la desesperanza.

Por eso, la paz debe viajar en una sola dirección: hacia cada niño y niña, cada familia, cada aula destrozada y cada parque bombardeado. Las negociaciones pueden comenzar en habitaciones cerradas, pero, para que cobre sentido, la paz es algo que debe vivirse en los hogares, escuelas, hospitales, bibliotecas, cafés del mercado y calles. La paz suele ser el sonido de lápices rayando el papel en lugar de sirenas de alerta. Es una niña caminando segura hacia la escuela o un niño chutando una pelota sin miedo, o volando una cometa. La paz se vuelve realidad cuando los niños y las niñas comienzan a hablar en tiempo futuro y cuando una familia se atreve a planificar el mañana.

Ayer visité un almacén humanitario en El Cairo. Jóvenes voluntarios y voluntarias —algunos aún en la universidad— trabajaban hombro con hombro con mis colegas de Plan International Egipto, empaquetando alimentos y cargando camiones con destino a Gaza. Había un ritmo tranquilo en su labor, un propósito compartido que hablaba más fuerte que las palabras. La esperanza estaba en todas partes: en sus manos, en sus ojos, en la forma en que se movían más rápido a medida que avanzaba otro día ansioso, aunque más optimista. Cada caja llevaba más que comida; llevaba cuidado, compasión y la creencia de que la infancia de Gaza merece un mañana lleno de paz.

Cuando la paz finalmente llegue —y todos debemos creer que lo hará, incluso cuando cada negociación parezca inestable y “sea un paso adelante y dos hacia atrás”, como suelen describir los negociadores de paz—, no será vacía. Será sagrada. Será el suave eco de un pueblo recuperando su humanidad, un latido, un niño, una niña, un amanecer a la vez.

Para los niños y las niñas de Gaza, la paz es el derecho a crecer con dignidad, a reír sin estremecerse, a reconstruir recuerdos no de guerra, sino de asombro. El silencio, en ese sentido, no es vacío; tiene el potencial de ser música de sanación.

Recuerdo vívidamente 2009 —otra guerra brutal, otra misión—. En medio del polvo y los escombros de Gaza, conocí a Omsiyat, una niña de 12 años. Me hizo una pregunta que llevo conmigo desde entonces: “¿Por qué los niños y las niñas tenemos que sufrir en las guerras?”

Omsiyat y sus amigos recogían libros quemados y carteles de paz hechos con lápices entre los restos de su colegio parcialmente quemado. Una sonrisa —yo la llamaría una “sonrisa y media”— se dibujó en el rostro de otra niña cuando encontró un cartel colorido que había dibujado. Me dijo que estaba feliz de haberlo recuperado, triste porque las bombas quemaron una parte de él, intentando, incluso entonces, encontrar luz entre las cenizas.

Cuando la paz viaja en una sola dirección, se trata de esperanza y de vida. Mahmoud Darwish, poeta palestino, escribió: “Hay tanto en esta tierra por lo que vale la pena vivir”, algo que los niños y las niñas de Gaza merecen.